De los Valles Calchaquíes a la Puna, una hoja de ruta día por día para recorrer en dos semanas las provincias de Tucumán, Salta y Jujuy, visitando Tafí del Valle, Cafayate, Cachi, la capital salteña, Tolar Grande, Iruya y la Quebrada de Humahuaca.
En vacaciones de verano muchos viajeros acostumbran hacer travesías largas por alguna de las diversas regiones de nuestro país. Pueden partir rumbo a Cuyo, o a la Mesopotamia o hacer un recorrido por zonas de la Patagonia. El otro de los grandes viajes en nuestra vasta Argentina es el noroeste, donde se siente con mayor intensidad el latido originario de las culturas autóctonas, mientras se atraviesan sus coloridos paisajes. En el NOA hay además una religiosidad popular andina muy diferente a otras, una música propia cuyo origen se remonta a tiempos prehispánicos y se viven algunas de las fiestas populares más alegres del país. A continuación, un viaje de 15 días por las provincias de Tucumán, Salta y Jujuy –Catamarca queda ya para otro viaje– como para llevarse una idea general de la región, siempre con la idea de volver. Porque cada provincia justifica un viaje en sí mismo –siempre va a haber un viaje más a fondo por donde uno pase– de al menos una semana cada uno. El viaje sugerido aquí se puede hacer en auto o en transporte público en su mayor parte.
Desde Buenos Aires hasta San Miguel de Tucumán hay 1310 kilómetros –por ruta, unas 15 horas en promedio–, así que si se viaja con vehículo propio lo normal es pasar una noche en la ciudad de Córdoba. En la segunda jornada, si el cansancio no abruma y el calendario marca día sábado, se justifica en el camino una parada en el pueblo de Simoca para visitar su histórica feria de campo.
El mercado de Simoca es teóricamente el más antiguo del país, ya que su origen se remonta al tiempo de la colonia, cuando en el siglo XVII el mismo espacio físico era una feria semanal donde había una posta de caballos y se comerciaba con la ley del trueque (que en algunos casos todavía se aplica, entre amigos). Este mercado a cielo abierto funciona todos los sábados desde hace ya más de 300 años, y gran parte de las personas que hacen compras llegan en coloridos sulkies que a veces suman más de un centenar estacionados en las calles de alrededor.
En la capital tucumana es casi una obligación patriótica visitar la Casa de Tucumán –en la noche se hace un sugerente recorrido con un espectáculo de luz y sonido inspirado en la firma del acta de la Independencia– y se puede dormir en esa ciudad o seguir viaje 107 kilómetros más hasta Tafí del Valle para pasar una o dos noches.
La parte final del trayecto entre San Miguel y Tafí del Valle toma la RP 307 para subir por un camino de cornisa a través de las montañas del “monte tucumano”, entre cañaverales y cascadas que brotan de manantiales en las alturas. Cada tanto aparece algún lapacho florecido de color fucsia y la vegetación se hace cada vez más tupida, hasta que el verdor estalla en una profusión de helechos, lianas y árboles de gran porte con plantas colgantes.
Cerca de los dos mil metros de altura sobre el nivel del mar, la vegetación decae. Ya casi no hay árboles, pero toman la posta los cardones, esos cactus gigantes que se elevan hacia el cielo como dedos acusadores. Alrededor de la ruta se levantan grandes montañas cubiertas por un suave manto verde y cada tanto se ven bajar baqueanos a caballo desde las alturas de los cerros.
El Valle de Tafí aparece de pronto, tras una curva, donde el sol cae a pleno sobre el agua del embalse La Angostura. Los calchaquíes denominaban Taktillakta (pueblo de entrada espléndida) al antiguo Tafí, donde algunos cardones crecen entre las casas superándolas en altura. También se ven caballos pastando a una cuadra del centro, llamas en los patios de algunas casas y se oye el canto de los gallos. Desde el pueblo se visita el Parque de los Menhires –una serie de piedra aborígenes talladas–, el casco de una vieja estancia y se organizan salidas a caballo y en 4x4.
De Tafí del Valle uno debería irse cuando le den ganas –lo ideal es viajar sin un cronograma estricto–, siguiendo hacia el norte para pasar por Amaicha del Valle y empalmar con la Ruta 40 en menos de una hora, justo antes de uno de los puntos culminantes de este viaje: las ruinas de la antigua ciudad de los indios quilmes, conformada por una serie de terrazas escalonadas sobre los faldeos del cerro Alto Rey. El segmento restaurado es apenas una parte de lo que fue una “gran ciudad” indígena que llegó a albergar a 3 mil personas. Basta con internarse un poco en la maleza para toparse con infinidad de montículos de piedra que alguna vez fueron parte de las gruesas paredes de las casas indígenas.
La ciudad de los quilmes fue uno de los asentamientos prehispánicos más importantes del país. Solamente la base de las casas fue reconstruida, utilizando las mismas piedras que yacían amontonadas en el sitio. Vista desde las alturas del cerro, la ciudad se asemeja a un complejo laberinto de cuadrículas de hasta 70 metros de largo, que servían de andenes de cultivo, depósitos y corrales para las llamas. Hay también numerosas casas de estructura circular que estaban techadas con paja. Se calcula que el lugar comenzó a poblarse alrededor del siglo IX d.C., y a mediados del siglo XVII unas 10 mil personas vivían en los territorios de los alrededores.
De regreso en la legendaria Ruta 40 el siguiente destino es el pueblo salteño de Cafayate, donde se puede hacer noche y dedicar el día siguiente a visitar alguna bodega de vino torrontés y la Quebrada de las Flechas, donde brotan de la tierra unas placas sedimentarias que se quebraron por el surgimiento de las montañas y ahora apuntan al cielo sus filosas puntas.
Dos noches son el mínimo necesario para respirar el ambiente pueblerino y colonial de Cafayate. La excursión más impactante por sus paisajes es a la Quebrada de las Conchas por la RN 68 que es también uno de los dos caminos posibles hasta la ciudad de Salta, aunque si se regresa por allí se pierde de visitar los pueblos de Cachi y Molinos, que están en la vía alternativa. Entonces la solución es recorrer la primera mitad de esta quebrada –unos 30 sinuosos kilómetros– para visitar las impresionantes formaciones sedimentarias de la Garganta del Diablo y El Anfiteatro y luego regresar de nuevo a Cafayate. La Quebrada de las Conchas está totalmente asfaltada hasta Salta –a diferencia de la opción por la Ruta 40 desde Cafayate–, así que es una opción para quienes le teman al ripio.
Desde Cafayate, la Ruta 40 conduce hacia el norte por los pintorescos pueblitos coloniales de Molinos y Cachi, lugares ideales para pernoctar en el silencio absoluto de las noches (muchos optan por seguir hasta la ciudad de Salta y disfrutar de la movida nocturna de peñas folclóricas como La Vieja Estación y la Casona del Molino). Desde Cafayate a Cachi la 40 es de ripio y luego hasta Salta está casi toda pavimentada.
Para llegar a la ciudad de Salta se abandona la Ruta 40 y se toma la nacional 33 que en la Recta de Tin Tin atraviesa el Parque Nacional Los Cardones y luego sube por los caminos de cornisa de los Valles Calchaquíes hasta los 3348 metros en la Piedra del Molino, donde se comienza a descender por la espectacular Cuesta del Obispo. Desde la ruta se divisa la Precordillera de los Andes y la cumbre del Nevado de Cachi, que con sus 6720 metros es la segunda más alta del país luego del Aconcagua.
Salta es la capital más bonita del noroeste, y además de su vida nocturna y edificios coloniales tiene circuitos en sus alrededores como la Quebrada de San Lorenzo, además de la excursión llamada Movitrack que hace por tierra un recorrido en paralelo al Tren a las Nubes. Esta excursión –igual que el tren– tiene como destino final el pueblo de San Antonio de los Cobres, que es la siguiente parada de este periplo. Por eso, quienes no tengan auto propio pueden tomar cualquiera de estas dos excursiones y bajarse en San Antonio a pasar una noche (en ambos casos se debe pagar la excursión completa).
A San Antonio de los Cobres se llega por la RN 51 –70 por ciento pavimentada– en unas cuatro horas desde Salta. Al costado del camino aparecen caseríos extraviados en medio de la nada, con apenas unas casas de adobe con techo de paja. Unos llamativos corrales pircados forman cuadrículas en medio de la inmensidad arenosa, donde cada tanto aparece algún pastor de poncho rojo y sombrero ovejón arreando un tropel de chivos.
Junto a la ruta se ven algunos pequeños cementerios cercados por un muro de adobe, tras el cual sobresalen coloridas cruces decoradas con flores. Más adelante las tropillas de llamas le dan vida al paisaje de pastos ralos doblados por el viento. Hasta que en la lejanía se vislumbra el pueblo de San Antonio de los Cobres, apechugado en medio de un valle protector con cumbres que sobrepasan los 6500 metros. Es el comienzo de la altiplanicie de la Puna, un cambio de dimensión.
En San Antonio de los Cobres lo ideal es dormir una noche para no hacer tan largo el viaje hacia Tolar Grande, un pueblo todavía poco conocido con sólo 150 habitantes, donde están los paisajes más espectaculares de la Puna salteña.
Tolar Grande es una de las perlas escondidas de la Puna, el único lugar de esta gira a donde se requiere una camioneta 4x4 para llegar, especialmente en verano, época de lluvias. Pero quienes vayan con auto común pueden dejarlo estacionado y contratar una excursión de dos noches que la municipalidad de Tolar Grande ofrece como paquete completo desde San Antonio de los Cobres. El precio es de $ 800 por persona en base doble e incluye traslados, alojamiento en casa de familia, cinco comidas, desayuno y excursiones a Ojos de Mar, El Arenal y el espectacular Cono de Arita, una pirámide casi perfecta de origen natural. Se puede reservar en: www.tolargrande.gov.ar Tel.: 0387-155-332-912.
Luego de dos días en Tolar Grande hay que desandar el camino hasta San Antonio de los Cobres para retomar la Ruta 40 hacia el norte –de ripio en este tramo– rumbo a las Salinas Grandes, compartida por Salta y Jujuy.
Al acercarnos a las salinas la ruta se convierte en una recta larguísima que divide por la mitad ese “mar blanco” que asemejan las Salinas Grandes. La llegada es deslumbrante. Allí no hay un solo arbusto, ni una rama seca, ni vestigio aparente de vida. Es una planicie perfecta donde sólo se vislumbra un suelo liso y radiante, con resquebrajamientos en forma de pentágono que se reproducen con la exactitud matemática de una telaraña. La única excepción son unos misteriosos conos de sal –en realidad, acumulados por los trabajadores de la salina–, y unos piletones naturales de forma rectangular llenos de agua. Y difícilmente otro paisaje norteño pueda transmitir mejor la idea de la nada más absoluta.
El siguiente destino del viaje es el pueblo de Purmamarca, aunque al dejar atrás la salina se puede hacer primero un desvío a la izquierda en la ruta 52 para visitar el pintoresco pueblito de Susques, un trayecto totalmente pavimentado. Al llegar a Susques –a 3896 metros de altura y al fondo de una pequeña hoya rodeada de mesetas– se descubre un pueblito con calles de tierra y casas de adobe que al mediodía parece desierto. El atractivo principal de este pueblo de un millar de habitantes es su pequeña iglesia de adobe del siglo XVI. La iglesia Nuestra Señora de Belén de Susques tiene un muro perimetral con un arco de entrada que, al igual que los techos de la iglesia, está cubierto con una torta de arcilla y paja. Por dentro, tiene vigas de cardón unidas con tientos de llama y piso de tierra. En Susques se puede dormir o desandar el camino hasta el cruce con la Ruta 40 y seguir por la misma 52 hasta el pueblo de Purmamarca, recorriendo los caracoleos de la espectacular Cuesta de Lipán, totalmente asfaltada.
En Purmamarca está el famoso arco iris de piedra del Cerro de Siete Colores, con sus zigzagueantes franjas de minerales. Sus callecitas de tierra suben a la montaña y las casas de adobe parecen brotar de la tierra. A simple vista pareciera que el tiempo no roza este pueblo fundado en 1594, que mantiene mejor que ningún otro su arquitectura colonial. Unas veinte manzanas se arremolinan alrededor de una plaza con un cabildo y una iglesia, cuya fecha de construcción está cincelada en el dintel de madera de la entrada: 1648.
Luego de una noche en Purmamarca se toma la RN 9 que recorre la Quebrada de Humahuaca, pasando por el cerro Paleta del Pintor en Maimará hasta llegar al pueblo de Tilcara, famoso por su pukará. En Tilcara hay muy buenas peñas folclóricas y variedad de posadas y hosterías, así que se justifica dormir allí o si no seguir viaje hasta la ciudad de Humahuaca, a una hora y media de viaje.
Humahuaca es casi una ciudad cuyas callecitas empedradas se van iluminando al atardecer con los faroles coloniales de hierro forjado clavados en las paredes de adobe. También es la sede principal del famoso Carnaval de la Quebrada, y quien no venga para esa fecha igual puede tener un acercamiento a esa fiesta visitando el Museo Folklórico Regional, con una muestra de instrumentos y disfraces.
El último tramo de este viaje es hasta el pueblo de Iruya, que si bien está en Salta, se llega desde la Quebrada de Humahuaca hacia el norte. Al abandonar la famosa Quebrada se acaba el pavimento y comienza un ripio en muy buen estado, primero por la RN 9 y luego la RP 133. En total son 70 kilómetros –sólo 52 de ripio–, que también se pueden hacer en colectivo gracias a la línea diaria que une Humahuaca con Iruya, si es que uno no quiere poner en riesgo su auto. Hay que tener en cuenta que al ser el verano la época de lluvias –suelen ser lluvias cortas– a veces el camino se corta por unas horas justo llegando a Iruya, ya que lo cruza un arroyito. Y con mala suerte uno puede quedar varado dentro del pueblo a lo sumo un día en Iruya sin poder salir. Pero eso no es impedimento para el viaje.
El camino a Iruya sube hasta los 4000 metros en el Abra del Cóndor, justo el límite entre Salta y Jujuy. Entonces la ruta comienza a bajar en zigzag mientras se encienden los colores vivos de los cerros y tras la ventanilla se ven senderitos que trazan líneas diagonales en la montaña. A lo lejos proliferan pircas rectangulares y circulares, y aparecen manadas de llamas, cabras y ovejas con su pastorcito atrás.
Hasta Iruya desde el abra son 19 deslumbrantes kilómetros bajando a los 2800 metros, la altura del pueblo. Al costado de la ruta también baja el río Colanzulí, mientras Iruya se hace desear. Después de cada curva el viajero espera encontrarse la famosa iglesita de 1753, pero siempre falta una vuelta más. Hasta que aparece, iluminada por el sol, en la parte baja de un valle muy cerrado, una especie de anfiteatro descomunal con gradas multicolores
- Una de las cuestiones que tiran atrás a algunos viajeros es el clima veraniego en el noroeste. Desde ya que otras estaciones son más agradables, pero hay que tener en cuenta también que, salvo la capital tucumana, los lugares propuestos en esta nota son todos elevados y además secos, es decir que en la noche refresca mucho y durante el día la falta de humedad hace el calor mucho más llevadero.
- En el noroeste el alquiler de una camioneta 4x4 cuesta entre $ 600 y 700 por día. Un auto común cuesta desde $ 480 por día.
- La época de lluvia no impide para nada este viaje, pero hay que tener en cuenta que Defensa Civil –que tiene un fuerte trabajo de control en la zona y permanentemente arregla los caminos con máquinas después de cada lluvia– a veces corta el tránsito durante las lluvias en prevención de derrumbes o porque algún arroyito que baja de la montaña está muy cargado. Pero suelen ser cortes de pocas horas y uno puede estar informado todo el tiempo llamando al 911, que deriva los llamados a las oficinas de vialidad de Salta.
Fuente: Página 12 Turismo