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Publicado: 18/07/2010
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Fuente: Página 12 Turismo

Las tierras riojanas regalan variados paisajes y recorridos a lo largo de su sorprendente geografía. En este viaje descubrimos un lugar donde nos vemos cara a cara con el cóndor, caminamos largo y tendido por la aridez de Talampaya y nos internamos en las historias mineras del Famatina.

“Cuando era niño me quedaba pegado mirando los cóndores. Llegué hasta allí buscando a las cabras, que suelen irse hacia donde crecen las plantas aromáticas. Ahí están en su salsa.” La voz baja, pausada y de acentuada tonada riojana de José de la Vega, o Joyo para los amigos, relata cómo fue que este hombre nacido y criado en los llanos riojanos “descubrió” la Quebrada de los Cóndores, un sitio declarado Reserva Natural en medio de las Sierras de Quinteros, en el sur de La Rioja.

Entusiasmados con la idea de encontrarnos cara a cara con el ave insignia de Sudamérica, inspiradora de leyendas milenarias, no perdimos el tiempo. Almorzamos escuchando las apasionadas historias de Joyo y montamos rumbo a la morada de los cóndores. “En esa misma habitación donde ustedes van a dormir, ha pernoctado el Chacho (Peñaloza)”, señala Joyo antes de partir.

Jorge es el guía que nos conduce hacia el encuentro con el ave voladora más grande del planeta, que puede llegar a medir más de tres metros de un ala a la otra. En el camino, mientras un fuerte aroma a poleo y jarilla lo invade todo, cada tanto debemos cruzar de una orilla a otra del arroyo, sortear grandes piedras y esquivar ramas que lastiman. Andamos al paso durante más de dos horas y, aunque algunos tramos rocosos parecen dificultarse, mi alazán lo simplifica todo. El último trecho lo hacemos a pie y dejamos los caballos junto a un molle, centinela de la imaginaria puerta de entrada al reinado del cóndor.

El Mirador de los Cóndores es un enorme peñasco que sobresale del acantilado a unos 1800 metros sobre el nivel del mar. Esperamos mateando más de una hora hasta que, poco antes de vernos obligados a emprender la retirada por peligro de tormenta inminente, un cóndor juvenil se muestra frente a nuestras narices. Tras él comienzan a aparecer algunos más, pero el clima amenaza y resolvemos regresar, con la promesa de volver al día siguiente.

Emprendemos entonces una veloz retirada, escapando de los espesos nubarrones que nos persiguen. El crepúsculo se acerca y el cielo tormentoso promete un atardecer furioso. Algunos truenos estallan en la quebrada, mientras el sol se esconde en el horizonte riojano y la quebrada se tiñe de ocre. Cabalgamos el suelo pedregoso bajo las primeras gotas. El descenso es rápido pero temerario. Finalmente, la tormenta se desvía y completamos la vuelta más tranquilos, llegando minutos antes de la oscuridad total y la tormenta eléctrica, que descarga tremendos rayos en el horizonte. Joyo nos espera con un tiernísimo chivito al asador que saboreamos en silencio absoluto. La sobremesa se hace corta; hay que madrugar para regresar bien temprano.

Partimos poco después del desayuno. Promediando la mañana llegamos nuevamente a los dominios del cóndor, pero pasan casi dos horas y nada asoma en el horizonte. Hasta Jorge parece molesto y decepcionado con las aves que no se muestran, y llega a disculparse por eso, aunque sólo sea un imponderable de cualquier avistaje. De pronto, cuando decidimos movernos hacia otro punto, divisamos dos ejemplares. El cóndor suele volar en pareja y es monógamo: elige a su compañero de por vida. Y cuando uno muere, el otro se suicida tirándose en picada.

En instantes ambos están sobrevolando nuestras cabezas. Poco después comienzan a llegar otros más y pasan bien cerca. Nos trasladamos por nuevas huellas hacia un punto diferente, mientras vemos algunos planear a lo lejos y otros se muestran cara a cara. Sus patas de garra meten miedo y la cresta del macho impone distancia. Nos observamos mutuamente. El vuelo de los cóndores es veloz y armónico y sus alas de plumas extendidas son majestuosas. Vistos así, se entiende por qué infunden tanto admiración como miedo y respeto.

El parque triasico

Llegar a La Rioja y no visitar Talampaya es casi un pecado; siempre vale la pena una nueva vuelta por los cañadones del Parque Nacional. Arrancamos poco después del alba. El trekking que comienza en la fantástica Quebrada de Don Eduardo –a la cual no se accede en automóvil– y culmina junto a los petroglifos es extenso: dura unas seis horas. No es una aventura de riesgo pero sí requiere de cierto estado para caminar largo y parejo. Nos adentramos en camioneta y luego caminamos por la vieja entrada del parque siguiendo el cauce seco del río Talampaya.

Andamos entre pasadizos de piedra donde alguna vez pisaron desde dinosaurios hasta hombres de la cultura aguada, más de mil años atrás. Alejandro, el guía, explica que a causa de la falta de agua el lugar nunca fue vivienda permanente sino sitio de paso en temporada de caza y en ceremonias rituales. Los indígenas eran sedentarios y sabían “controlar, retener y distribuir el agua”. “En su organización social estaban la gente común, dos o tres caciques por tribu y el chamán, quien seguramente tenía ascendente importante en la población por controlar la salud a través de las plantas”, apunta Alejandro.

Poco después llegamos a un lugar asombroso: Las Agujas, una serie de curiosas piedras redondeadas en forma de espiral al cielo. Descendemos y nos perdemos en esta especie de laberinto. Un rato después, nos encontramos frente a una imperdible panorámica de la famosa formación conocida como La Catedral. El descenso desde el mirador es complicado, las piedras resbalan y se derrumban, de modo que es necesario pisar con cuidado.

Nos dirigimos hacia el Jardín Botánico cuando, de pronto, un ñandú se cruza en el camino. Bicho esquivo si los hay, este ejemplar se detiene unos instantes a observarnos a nosotros, los intrusos, que nos quedamos estupefactos. Breves momentos que parecen una hermosa eternidad. El Botánico es el lugar más colorido del parque, un festival de tonalidades en medio de la dominante aridez rojiza de Talampaya: un increíble bosquecillo de flora autóctona, con algarrobos, molles y chañares. Justo detrás del edén está La Chimenea, una hendidura vertical y cilíndrica que la erosión fue moldeando en el paredón y provoca un eco extraño.

Apuramos el paso, falta poco, pero nos quedan por ver los petroglifos. A esta altura el calor, en este lugar donde el nivel de precipitaciones anual es de 80 milímetros, resulta sofocante. Pero bien valió la pena el esfuerzo que nos lleva hasta la “Puerta del Cañón de Talampaya”, que para nosotros será de salida. Allí, un sinfín de petroglifos nos dan pistas sobre cómo era la vida cotidiana de los aguada en este sitio declarado patrimonio de la Humanidad por la Unesco.

Por la noche, que promete luna llena, Talampaya es otro mundo. Un arco iris nos recibe a la entrada junto al atardecer y la incertidumbre climática. Caminamos un rato hasta el punto indicado y allí nos plantamos. Refrescó. Las nubes van y vienen. El astro tarda en mostrar su cara más bella y los tonos del cielo viran generosamente, hasta que finalmente se insinúa tras el portón imaginario de la quebrada y los nubarrones dejan ver su lado más bello: Talampaya bañada en la luz de luna.


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