Una travesía por los paisajes riojanos, entre bodegas y fincas pródigas en buenos sabores. Las sierras de Famatina y los buscadores de oro.
Hay un circuito que pocos conocen en La Rioja. Un camino "boutique", de turismo rural, ecológico y consciente. Esta vez, nada de Talampaya, Chilecito, Cuesta de Miranda o el Valle de la Luna. El paseo arranca por la llamada "costa riojana", en la ruta provincial 75. Aquí hay un circuito de ocho productores viñateros y elaboradores de vinos caseros del cordón del Velasco: Sanagasta, Huaco, Agua Blanca, Aminga, Anillaco, Los Molinos, Anjullón, San Pedro y Santa Vera Cruz, pueblitos que no superan, cada uno de ellos, los 800 habitantes. Aquí hacen malbec "casero"; torrontés blanco y vinos dulces de tipo "añejo" cocido con técnicas ancestrales.
En Sanagasta, en la bodega de la familia de Pablo Romero Minniti, un empresario de 28 años, se puede apreciar el proceso. El recuperó la firma tras pasar 30 años cerrada. El vino casero de su finca Lomas Blancas se hace con uvas torrontés provenientes de viñedos propios. Ellos combinan el método tradicional de la bodega familiar y la aplicación de nuevas prácticas enológicas. La marca es Rincón del Indio y el lugar, bellísimo, rodeado de cerros silenciosos y aire limpio.
Nomás atravesar el portón y encontrar los barriles de 1850 y pico, el turista inicia un viaje en el tiempo. Se envasan, aproximadamente, unas 5.000 botellas al año y las viejas máquinas que se usaron entre las años 40 y 70 esperan para darle contenido al futuro museo que ampliará la atracción de la bodega.
La parada siguiente es en lo de Silvio Salvadores de la Puente, en Agua Blanca, un pueblo vecino de 800 habitantes. Su bodega, Casa India -6 mil botellas al año- homenajea a los aborígenes con la pintura rupestre de su etiqueta que evoca a una mariposa o a un cóndor en vuelo. Silvio recibe con aceitunas negras grandes y carnosas cosechadas en su finca y también con las deliciosas empanadas fritas en grasa que prepara su mujer. Ellos también venden dulce de leche de cabra y hasta hierbas de la zona ideales para preparar originales y digestivas tizanas.
Llegado hasta aquí, el visitante no puede pasar por alto la vecina Finca El Huayco, donde vive Michel Belin, un francés que recaló en la zona cuando se enamoró de Irene, una hija de riojanos. Hace un año que Michel cría cabras en la finca y elabora un licor de nuez, vino y naranja que es un rara maravilla.
Irene hace exquisitos alfajores con dulces de frutales y da clases de inglés a los chicos de Agua Blanca, con quienes ya montó una obra de teatro y preparan otra.
Al otro día, el programa lleva hasta el sitio arqueológico Pucará del Hualco. Allí, las ruinas diaguitas y los indicios de cómo eran sus días iluminan sobre un pasado tan ajeno y tan propio.
Ubicado en el departamento de San Blas de Los Sauces, está emplazado sobre una de las laderas de la quebrada de Hualco, sobre el Famatina. Desde allí, la vista es inmejorable: se ven los picos del valle Vicioso y todo el cordón que limita con la provincia de Catamarca.
El espectacular marco montañoso actúa como el perfecto escenario para las ruinas del Pucará, que son los restos de una antigua ciudad al estilo fortaleza precolombina, testimonio de los pueblos que vivieron en la región de Cuyo y el noroeste argentino.
El guía, Flavio Yapura, descendiente indígena, se encargará de resaltar toda la belleza e importancia del lugar. Eso sí, hay que llevar protector solar, sombrero, remera que cubra espalda y hombros, zapatillas y bermudas. La travesía incluye un circuito de media hora u otro de hora y media. Se divisan los cactos, el cañadón y restos de formaciones aborígenes, con objetos y piezas que revelan su presencia en la zona entre los años 700 y 1000 dC.
Bordeando el Famatina, el viajero podrá hacer pie en otro lugar cercano, La Posada del Monte, la pequeña localidad de Taco Manta, en el departamento de San Blas de los Sauces, a 170 km al noroeste de la capital riojana.
El dueño de esta casa de adobe y madera, rodeada de algarrobales, es Henry Sánchez que sale a saludar flanqueado por sus llamas: Ñusta (princesa), Soco (corazón) y Panta (algarrobo), en lengua indígena. En estas cinco hectáreas, Sánchez siembra frutales al pie de los cerros. Entre parrales abundantes y hamacas, hay lugar para saborear otro corderito a las brazas y degustar el pan recién salido del horno de barro.
La casa tiene cuartos con baño privado y está preparada para alojar al viajero. La construyó el mismo Henry, que además es arquitecto y muestra los canales por donde llega el agua, mediante un ingenioso sistema construido por los aborígenes y que aún hoy se conserva.
El viaje sigue cosechando delicias y sorpresas hacia el faldeo oriental de las sierras del Famatina. Vamos hacia Huayrapuca, una antigua casona de adobe donde el visitante puede alojarse, degustar exquisitos platos gourmet y hacer cabalgatas y excursiones.
En Huayrapuca se asiste a la elaboración de la producción de la nuez, uno de los frutos característicos de la zona, e incluso
participar de la cosecha durante el mes de marzo o ver cómo es la selección y el fraccionamiento hasta el envasado al vacío.
Paulo D'Alssesandro encontró y recuperó este lugar con la ayuda de su mujer, Claudia Chiavassa Bermúdez. Al principio, Paulo pensaba utilizar el lugar como depósito para su negocio de picadero de nueces y secadero de tomates. Pero los turistas no tardaron en llegar atraídos por la belleza y singularidad de la casa. Así surgieron las habitaciones estilo "boutique rural", cada una de ellas singularmente decorada.
Pero además de ojo para la casa, Claudia hace maravillas en la cocina. Fue discípula de Dolly Irigoyen y de Martiniano Molina y su carta ostenta, por ejemplo, una mousse de queso de cabra con menta y limón que puede causar adicción. Y eso sin hablar de las ensaladas condimentadas con todo tipo de hierbas. El menú lo completa un cordero al disco con salsita de torrontés, azúcar negra, soja, salvia y queso crema: se pagan con gusto esos 80 pesos.
A la mañana siguiente, bien tempranito, hay que abrigarse porque arriba, en la montaña, la temperatura baja. Arrancan las excursiones desde Huayrapuca -viento colorado- y la primera escala es en un caserío cerca de la mina La Mejicana, con los lavadores de oro. Como lo hacían los incas en este mismo lugar, Graciela y José Caliba -un matrimonio y sus hijos- nos enseña como se filtra la arena que esconde el precioso metal. El proceso es mágico y dan ganas de aplaudir cuando el oro aparece luego del zarandeo de la paila, una especie de palangana cónica. Graciela aprendió el oficio de su marido y él, a su vez, de sus padres. Con movimientos circulares, descartan el hierro y el zirconio para dejar sólo el metal precioso. De unos 5 mil kilos de arena zarandeada -unos 25 días de trabajo- obtienen unos 8 gramos de oro. Es un trabajo de paciencia: cada gramo da para hacer un hilo de oro de extensión inexacta por el que los artesanos pagan unos 110 pesos. Esto explica por qué, a pesar de trabajar con el preciado metal, los Caliba viven con lo justo y con bastante menos también. Y por qué en todos lados se lee: "El Famatina no se toca", desde que la minera canadiense Barrick Gold, estuvo explorando el cerro y amenazó con arrasarlo además de generar mil problemas relacionados con la contaminación de la zona. Olvidando por un instante el conflicto ambiental y político (tema del documental Oro impuro de Pino Solanas), Graciela invita con una tizana de menta, cedrón, yerba larca, muña y ajenjo. Otra delicia, y van...
La excursión sigue bordeando el Famatina. Ahora, una nube espesa vuelve fantasmagóricos los paisajes, tapa los precipicios y deja ver con un velo el Cañón del Ocre. Un color amarillo fuerte que todo lo tiñe.
Impresiona y el río que corre por la zona, las zapatillas, los jeans, los dedos, el aire, todo ahora es ocre. Las camionetas deben avanzar por el ripio y manejarse con destreza por la montaña.
El final de este viaje sucede donde corresponde: en otra bodega. Se trata de Valle de la Puerta en Chilecito. En esta finca conviven las uvas y los olivos. La bodega, construida en 2002, es una de las mejor equipadas tecnológicamente. En su planta se procesa un aceite de oliva reconocido mundialmente por su gran calidad. Inevitable la degustación, entonces, de vinos, aceites y unas gloriosas empanadas caseras.
Dicen que los buenos viajes se terminan queriendo que no terminen. Tienen razón. Y este es uno de esos casos.
Fuente: Clarín Turismo
http://www.clarin.com/suplementos/viajes/2010/04/18/v-02183039.htm