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Publicado: 10/10/2010
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Fuente: Página 12 Turismo

La historia de Tolar Grande es bastante singular comparada con otros pueblos de la Puna.

En la década del 40 del siglo XX vivían allí unas 4000 personas cuya economía estaba ligada a la Mina Julia (azufre) y la Mina Arita (ónix). Para el transporte de los minerales había un tren y el pueblo estaba habitado por familias de mineros y ferroviarios. Pero en los ‘80 las minas cerraron y con ellas se fue el tren. Las cerca de mil personas que vivían en el barrio ferroviario emigraron a otros lugares y hoy se pueden ver las casas de adobe vacías. Los mineros también se fueron y hacia 1996 sólo quedaban en Tolar Grande 16 personas. El pueblo iba directo a la desaparición hasta que el gobierno provincial tomó la decisión de que no podía borrarse del mapa porque era el último lugar poblado antes de la frontera con Chile. Entonces comenzó un plan para repatriar pobladores, muchos de ellos jóvenes hijos de tolareños o simplemente pobladores de la Puna a quienes se atrajo con la oferta de recibir casa, agua y luz de manera gratuita, además de un trabajo municipal. La única condición era que fuesen kollas de la Puna. Así el pueblo comenzó a repoblarse y hoy tiene 256 habitantes.

Los habitantes de Tolar Grande son empleados del municipio, aunque ahora la economía se está reconvirtiendo hacia el turismo. Todo comenzó en 2005, cuando tocó la puerta de la municipalidad José Piu –recién recibido de licenciado en Turismo– quien le propuso al intendente llevar a cabo el plan de desarrollo turístico de su tesis de graduación. En aquel momento estaba también la alternativa minera, pero el consejo kolla se reunió con su cacique al frente, debatieron y se votó. El resultado fue “no a la minería” y se autoproclamaron “municipio turístico de aventura y comunidad kolla”.

Según nos explicó José Piu –ahora director de Turismo–, “el turismo es un complemento económico para los habitantes del pueblo, que al tener subsidiados los servicios viven sin carencias, pero de todas formas aspiran a superarse... algunos son guías, otros tienen un restaurante, reciben gente en su casa o trabajan en el refugio. A lo que apuntamos es a un turismo responsable que respete el ambiente y los modos de vida y creencias de los pobladores”.

Por decisión comunal se votó que las fiestas del pueblo que estarían abiertas al turismo serían la de la Pachamama y el ascenso ceremonial a la montaña sagrada Macón –para no más de 60 visitantes–, mientras que la fiesta patronal y el Carnaval son cerrados. Así que si alguien llama para estas dos fiestas a reservar alojamiento se le suele decir que no hay lugar. Según José Piu, la idea es que no venga gente con la postura de “ay qué lástima los collitas, mirá dónde les toca vivir..”. sino que por el contrario vean que aquí vive gente igual que ellos –con otra cultura– orgullosa de su modo de vida. En la casa de Flavio Quipildor y María Casimiro –donde nos alojamos– María me comentó mientras miraba un noticiero de Buenos Aires por DirecTV que ellos le piden mucho a la Pachamama “por ustedes los porteños, por lo mal que viven allá y por la inseguridad”.

La excursión más asombrosa que se hace desde Tolar Grande es la que llega al Cono de Arita, una pirámide casi perfecta que se levanta inexplicablemente en medio de la planicie de un salar. En el camino hacia el cono –86 km desde Tolar Grande– se atraviesa el Salar de Arizaro, cuyos 5500 km2 lo convierten en el tercero más grande del continente. A comienzos del siglo XX se creía que una pirámide tan perfecta sólo podría haber sido construida por el hombre. Pero se trata de un pequeño volcán al que le faltó fuerza para estallar y por eso nunca tuvo cráter ni echó lava. Todo a su alrededor es sal negra sacada a la superficie por antiguas corrientes subterráneas de magma. De acuerdo con los restos arqueológicos encontrados en el cono, el lugar fue un centro ceremonial anterior a la llegada de los incas.

Entre Dios y la Pacha

Los pobladores de Tolar Grande tienen su propia religiosidad característica de los pueblos andinos. En el borde del pueblo hay una iglesia sin cura a la que casi nunca va nadie. Pero según nos cuenta José Piu, “si vos les preguntás ellos se consideran católicos, pero lo son tanto como creyentes en la Pachamama... una vez al año viene acá un cura de apellido Pagano que oficia todos los bautismos juntos. Los curas les insisten que no le recen a la Pacha, pero ellos le rezan igual”.

A la Madre Tierra se le hacen ofrendas, que pueden ser comidas y bebidas o la simple colocación de una piedra en una apacheta. También se cree mucho en los duendes, a los que se considera “almitas en pena” de niños que murieron sin bautizar, un miedo promovido por la iglesia en el pasado. Cuentan que los duendes son almas que no pueden descansar en paz y andan buscando un padrino que los bautice. Como son niños hacen travesuras y se llevan a otros niños a jugar. También suelen aparecérsele en la noche a los conductores en el asiento de atrás –los ven por el espejito– y tiran objetos para asustar a la gente o corren cosas de lugar. El más conocido de ellos habita en la escuela, que está al lado de la comisaría. Y dicen en el pueblo que más de una vez se ha caído alguna silla en la noche, y las maestras que duermen allí, al sentir ruido, llamaron a los únicos dos policías de la comisaría, quienes se negaron a ir justamente por el miedo que le tienen al duende. Flavio Quipildor –nuestro anfitrión– nos contó que una vez estaba hachando en la montaña y se le apareció uno. “Directamente me preguntó si podía ser su padrino, y yo le dije que sí; entonces salió corriendo y se escondió detrás de un arbusto de tola tola. Cuando me acerqué a ver, sólo encontré cenizas y unos huesitos.”

Fuente: Página 12 Turismo


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